El grabado en el Renacimiento

Durante el Renacimiento, las estampas erigieron al grabado en un instrumento de conocimiento, una ayuda a la memoria, un arma de propaganda, un sermón gráfico y un seguro contra las penas del purgatorio. Así de la misma forma que hoy leemos un periódico  o miramos una estampa religiosa, el pueblo consumió esos vehículos de devoción y de satisfacción de la curiosidad que despertaba un suceso singular. Un objeto cuya vida, en fin, pertenece más a la experiencia popular que a un concepto museable.

De esta manera los gremios de grabadores comenzaron a trabajar por encargo para el consumidor. Pero cuando la obra se supeditó al mercado perdiendo su carácter único, el artista se refugió en la producción de objetos únicos, es decir,  en la pintura y en la escultura: entre el artista y la producción masiva que constituyeron ese tipo de estampas se levantó un tabique insuperable. “A la rica estampa fina/ y la dama que le dice:/ mostrá ¿qué es ese papel?/ el Adonis de Ticiano / que tuvo divina mano /y peregrino pincel./ Ésta, por vida de Aurelio /que es de las ricas y finas, / que es de Rafael de Urbinas /y contada por Cornelio. /Esta de Martín de Vos, /Y aquesta de Federico…”

En estos versos de La viuda valenciana de Lope de Vega, se ve que una de las misiones encargadas a estos artesanos fueron las reproducciones literales de las obras de arte -los versos hacen alusión a las pinturas de Tiziano, Rafael, Zucaro y Martín de Vos y al grabador Cornelio Cort. (op. cit Ainaud en Ars Hispaniae vol. V) Su destino era el entretenimiento, la instrucción del pueblo y, posteriormente, las carpetas de las academias; pero para los artistas significó mucho más: la difusión de su propio trabajo y el consecuente mecenazgo.

Exceptuando las obras de los creadores, el grabado que poco a poco se había ido liberando del servilismo de la ilustración del libro cae ahora en el de la reproducción, manteniendo esta función hasta los albores del siglo XX. Esto ha creado siempre mucha confusión a los principiantes porque algunos tratados dan categoría de grandes artistas a quienes solo fueron los más hábiles copistas de obras ajenas. Uno de los ejemplos más polémicos de la es el de Marco Antonio Raimondi. Considerado como un gran grabador influyó enormemente en los talleres de Italia, Alemania y Francia. Cuenta Vasari que se trasladó a Venecia poco después de 1500 y realizó copias grabadas de xilografías de Durero falsificando, incluso, su característico anagrama. También lo hizo con Rafael, Peruzzi o Giulio Romano. Durero diría en 1511, refiriéndose a su obra La Vida de la Virgen “maldito quien pretenda robar y ampararse del trabajo de invención del prójimo,” llamando la atención las múltiples demandas interpuestas a Raimondi. Pero aún son más curiosos los pronunciamientos del Senado de Venecia que “perplejo por lo insólito de la acusación y estimando que la copia en metal de grabados en madera no revestía mala fe, dictaminó como sentencia circunspecta que autorizaba la copia de la obra pero no el anagrama de su autor.”

En este contexto entran en escena el editor y el marchante de estampas. Lafreri, de Roma, y Cock, de Amberes, son dos buenos ejemplos. Se trataban en realidad de comerciantes que no eran ni siquiera grabadores, pero que empleaban a otras personas para que realizaran los grabados según las estrictas leyes del mercado. Surgen así los especialistas, antecedentes quizá del taller de Rubens, que se encargaban de representar “el vidrio y los metales brillantes, las sedas y las pieles, el follaje y las barbas” que derivaron en un grupo de virtuosos, de gran aceptación popular como aquel grabador que ganó reputación por su “ejemplar manera de representar la piel de un gato”. Naturalmente, esto hizo que las líneas llegaran a ser fines en sí mismas y no simples auxiliares de la representación. Forma y contenido se separan y ambas acabaron perdiéndose.

Casos como Durero o Mantegna fueron los que elevaron el grabado de este periodo a la categoría de arte. También se dedicaron a realizar copias de obras, incluso entre ellos mismos, pero siempre se negaron a ajustarse a los originales. De Durero puede decirse que es sinónimo de grabado y en cuanto a Mantegna, diría Bercier “ (…) el grabado entra en el templo de las grandes artes con un pie de igualdad absoluta!”. Otros grabadores de creación fueron Atdorfer, Martín Shongauer, Lucas Leyden, Cranach, Seghers, El Parmigianino

[Imagen superior Mantegna; siguiente Cranach; siguiente Parmigianino, Cupido durmiendo]

.

«LA IMPRENTA MATARÁ A LA ARQUITECTURA…»

  Fray Michele da Carcano en 1492 definió muy bien la función utilitaria de la imagen  diciendo que “lo que es un libro para los que saben leer, es un cuadro (en nuestro caso una estampa) para la gente ignorante que lo mire” justificando así la existencia de la pintura religiosa “en virtud de la ignorancia de la gente simple” y “porque muchas personas no retienen en su memoria lo que oyen, pero sí lo que ven.

Las estampas tenían tres virtudes sobre las pinturas y pórticos de los templos: por un módico precio se podían adquirir en los mercadillos (la misma esposa de Durero vendió grabados de su marido en Nuremberg e incrementó su colección en los tenderetes de Amsterdam) y se podían llevar a casa para cumplir con las devociones particulares. Por último, y quizá lo más importante, es que un grabado se miraba, pero además se podía tocar y acariciar dejando la divinidad más incomprensible y lejana al alcance de la mano; alguien a quien poder agradecer, rogar, llorar e, incluso, temer.

Víctor Hugo en Nuestra Señora de París sugiere una certera teoría acerca de cómo el grabado pudo influir en el diseño de los pórticos eclesiásticos que comenzaron a perder sentido: “Era el espanto de un cura ante un nuevo agente, la imprenta. Era el susto y el deslumbramiento del hombre del santuario ante la prensa luminosa de Gutenberg. (…) Era el presentimiento de que el pensamiento humano iba a cambiar de forma, iba a cambiar de modo de expresión; que la idea capital de cada generación ya no se escribiría con la misma materia y de la misma manera; que el libro de piedra, tan sólido y duradero, iba a ceder el puesto al libro de papel, más sólido y más duradero aún. Bajo este aspecto, la vaga fórmula del archidiácono tenía un segundo sentido; quería decir que un arte iba a destronar a otro. Significaba: la imprenta matará a la arquitectura”.

Otro tipo de estampería era la que funcionaba como seguro contra los sufrimientos del purgatorio, pues mediante su intercesión se conseguía “la remisión de la pena temporal”. Los casos más significativos son aquellas en las que literalmente se especificaban “se conceden 360 días al que la llevare consigo” “40 días trayendo esta estampa”, etcétera. Esto desembocó en la exageración por parte de los estamperos desaprensivos que tan solo buscaban aumentar la venta en un mercado que debía ser bastante competitivo.

Consecuentemente comienza la queja de los teólogos acerca de la idolatría y la superstición derivada del poder de la imagen y de la reacción abusiva de la gente ignorante, llegándose a la censura en todos los países. Esta reprobación incluyó también a aquellas estampas que llevaban errores en la representación como figurar la Trinidad a modo de persona con tres cabezas, temas apócrifos y estampas profanas. En el caso español quedan muy pocas porque la Inquisición se dedicó no solo prohibir la creación de las mismas, sino a perseguir las que ya circulaban; aquellas que según Llorente estaban llenas de “fanatismo, superstición y mentiras perniciosas, para engaño simple de ancianos y de beatas fanáticas”. La literatura sobre este tema es amplia, encontrándose valiosas fuentes de estudio en la Historia del Grabado.

[Fuente imagen superior biografiasyvidas.com; imagen inferior:  posible retrato de Gutemberg. André Thevet. Pub.1584. Buril]